sábado, 18 de febrero de 2012

Reflexiones a media tarde.


Siempre había creído que todo cuanto deseara podía ser posible. Que nada era imposible mientras no cayera en el error de pensar que así era. Quizás por eso siempre me haya encantado tanto soñar.

A muy temprana edad comencé a amar la música, a codearme con las letras, a sentir más por mi cuenta y menos por lo que me decían. Quise innovar, descubrir, avanzar aun a pesar de los muchos obstáculos que se interponían en mi camino una y otra vez, con insistencia. No podría decir a qué punto exacto he llegado, ni a qué puedo aspirar a partir de él, pero estoy orgullosa. Sí, tal vez me haya desviado de mi sendero demasiado, o quizás no sea así, pero actualmente lo único para lo que albergo orgullo es para lo que soy. Es creo que es algo bueno, ¿no?

Las estaciones pasan, el clima se vuelve frío y cálido conforme avanzan los días. El cielo tan pronto se cubre de nubes, como deja entrever el Sol. Otra vez el mismo olor a chicle de menta entre las capas de mi bufanda o los pellejitos en mis labios. Manos frías, punta de la nariz fría, pies fríos, como siempre. Hace mucho que no se me ve sonreír, ahora me doy cuenta. Había dejado de tener ilusión por todo, incluso por aquellos pequeños detalles que en el pasado tanto y tanto me inspiraban. ¿Por qué? Esa pregunta que no cesa de asaltar mi mente minuto tras minuto, tras días y tras meses.

Como todos alguna vez, me he preguntado qué he hecho mal y por qué en su momento no fui consciente de que así era. Echo mano de viejos y gastados refranes, dichos, frases de películas o de canciones, para intentar convencerme de que no había opción posible. Pero la realidad es otra cosa. Los actos tienen consecuencias, las consecuencias traen otras decisiones, y esas decisiones conllevan otras consecuencias y, al final de la vida, ¿qué hemos logrado? A traspiés ir yendo hacia delante. Por eso ningún árbol se parecerá a otro, por eso aunque las gotitas de agua a simple vista parezcan todas iguales, si te fijas bien verás que cada una tiene su forma, su ancho, su rapidez en resbalar.

Soy como un nexo entre personas, una escala en un vuelo, una estación de tránsito. Casi todo lo que pasa por mí es ajeno. Historias, sentimientos, problemas... Apenas nada puedo decir que sea mío. Empatía, dicen que se llama. Y cuando paro a preguntarme qué es lo que yo quiero, no sé qué responderme. Por eso siempre me dejo para el final. “Para cuando tenga tiempo”, digo. ¿Y cuándo tengo tiempo para mí? ¿Cuándo se considera “tiempo libre” para uno mismo?

Siempre había creído que todo cuanto deseara podía ser posible. ¿Por qué no lo iba a ser? ¿Era este una excepción?


No hay comentarios:

Publicar un comentario