sábado, 2 de noviembre de 2013

Burning Me.

Sentada delante del ordenador. Mirando sin mirar. Estando pero sin estar. Solamente quería salir esa noche o más que quererlo, lo necesitaba. De manera desordenada y frenética comencé a vestirme con las primeras prendas de ropa que caían de mi caótico armario. No importaba si un calcetín era de un color diferente al otro, si me ataba los cordones de las zapatillas o si había cogido el móvil. Tan sólo sé que cogí las llaves, el paquete de tabaco con el mechero dentro y salí.

Vagué por las frías y mal iluminadas calles de aquella pequeña ciudad. Paso tras paso, sentía mi alma mucho más pesada y mis pies mucho más cansados. Decidí entonces sentarme en un banco de algún parque infantil de tantos que me iba cruzando por el camino, creyendo, esperando, que aquella sensación de mediocridad y vacío que me atenazaban el pecho se esfumaran en aquel entorno repleto de inocencia.

El banco de metal estaba cubierto con una fina capa de humedad que se había estado acumulando y enfriando con el paso de las horas nocturnas. Aquello, en contacto con mi piel bajo los vaqueros, lo sentía más doloroso y punzante de lo que creía. Y de repente, me pareció perfecto.

Me senté y crucé las piernas una con la otra. Froté mis manos para entrar en algún tipo de falso calor momentáneo sabiendo que, como era habitual, mis manos jamás se calentarían. Tampoco la punta de mi nariz o mis pies. Mas necesitaba aquel contacto humano aunque se tratara de mí misma, aunque estuviera sola en aquel parque. Aunque tan sólo fuera una muchacha temblando en un parque a altas horas de la madrugada.

Con resignación cogí el primer cigarrillo y tras jugar varias veces con la piedra del mechero, le prendí fuego a mi señal de socorro. Sentaba bien aquello de estar de regreso, de sentarme cara a cara con aquella que había sido yo cuando todo me afectaba mucho menos. Aquel humo atravesándome como solo la muerte, la soledad y uno mismo pueden hacer. Sí, más adictiva autodestrucción. Ese sabor amargo, esa quemazón tan agradable del humo bajando por la garganta. Ese olor en los dedos a rutina, a dolor, a desilusión tras cada calada. Joder, así es como las personas solitarias aprenden a sobrevivir al frío. Así es como se sobrevive a las miradas perdidas.

Y me pregunto una y otra vez qué sentido tiene continuar aquí. Por qué había seguido y seguido en la vida como si tuviera un propósito, un lugar. Como pretendiendo decir que me merezco algo así. ¿Habría alguien más en algún lugar del mundo sentado en un banco de algún parque como yo, sintiéndose morir debajo de gruesas capas de ropa, fumándose un cigarro que al mismo tiempo que sabía a gloria, condenaba un paso más su alma? ¿Habría alguien que se sintiera así en ese mismo momento? Vagando entre la indiferencia y el desinterés. Ni esperanzado ni desesperado, tan sólo a la deriva. Egoístamente quise pensar que sí por el simple motivo de que quería evitar a toda costa tirarme a los brazos de la soledad, como era costumbre en mí.

Lloraba. Me di cuenta cuando una leve brisa movió mi ya de por sí alborotado pelo y se posó, como otra puñalada más de aquel curioso escenario de un drama, en mis mejillas. Sí, aquel emponzoñado beso que me devolvió a la realidad. A mi debilidad, a mis demonios. Supuse que era hora de volver a mi vida o a lo que yo me había hecho creer que lo era. Me levanté del banco de manera torpe y me dirigí calle abajo con semblante pensativo mientras, tras de mí, tirado en aquel suelo de aquel parque, aquel cigarrillo que se encontraba al borde de la muerte se preguntaba si sería el único que estaría así de perdido en alguna parte del mundo.