Sentada delante del ordenador. Mirando
sin mirar. Estando pero sin estar. Solamente quería salir esa noche
o más que quererlo, lo necesitaba. De manera desordenada y frenética
comencé a vestirme con las primeras prendas de ropa que caían de mi
caótico armario. No importaba si un calcetín era de un color
diferente al otro, si me ataba los cordones de las zapatillas o si
había cogido el móvil. Tan sólo sé que cogí las llaves, el
paquete de tabaco con el mechero dentro y salí.
Vagué por las frías y mal iluminadas
calles de aquella pequeña ciudad. Paso tras paso, sentía mi alma
mucho más pesada y mis pies mucho más cansados. Decidí entonces
sentarme en un banco de algún parque infantil de tantos que me iba
cruzando por el camino, creyendo, esperando, que aquella sensación
de mediocridad y vacío que me atenazaban el pecho se esfumaran en
aquel entorno repleto de inocencia.
El banco de metal estaba cubierto con
una fina capa de humedad que se había estado acumulando y enfriando
con el paso de las horas nocturnas. Aquello, en contacto con mi piel
bajo los vaqueros, lo sentía más doloroso y punzante de lo que
creía. Y de repente, me pareció perfecto.
Me senté y crucé las piernas una con
la otra. Froté mis manos para entrar en algún tipo de falso calor
momentáneo sabiendo que, como era habitual, mis manos jamás se
calentarían. Tampoco la punta de mi nariz o mis pies. Mas necesitaba
aquel contacto humano aunque se tratara de mí misma, aunque
estuviera sola en aquel parque. Aunque tan sólo fuera una muchacha
temblando en un parque a altas horas de la madrugada.
Con resignación cogí el primer
cigarrillo y tras jugar varias veces con la piedra del mechero, le
prendí fuego a mi señal de socorro. Sentaba bien aquello de estar
de regreso, de sentarme cara a cara con aquella que había sido yo
cuando todo me afectaba mucho menos. Aquel humo atravesándome como
solo la muerte, la soledad y uno mismo pueden hacer. Sí, más
adictiva autodestrucción. Ese sabor amargo, esa quemazón tan
agradable del humo bajando por la garganta. Ese olor en los dedos a
rutina, a dolor, a desilusión tras cada calada. Joder, así es como
las personas solitarias aprenden a sobrevivir al frío. Así es como
se sobrevive a las miradas perdidas.
Y me pregunto una y otra vez qué
sentido tiene continuar aquí. Por qué había seguido y seguido en
la vida como si tuviera un propósito, un lugar. Como pretendiendo
decir que me merezco algo así. ¿Habría alguien más en algún
lugar del mundo sentado en un banco de algún parque como yo,
sintiéndose morir debajo de gruesas capas de ropa, fumándose un
cigarro que al mismo tiempo que sabía a gloria, condenaba un paso
más su alma? ¿Habría alguien que se sintiera así en ese mismo
momento? Vagando entre la indiferencia y el desinterés. Ni
esperanzado ni desesperado, tan sólo a la deriva. Egoístamente
quise pensar que sí por el simple motivo de que quería evitar a
toda costa tirarme a los brazos de la soledad, como era costumbre en
mí.
Lloraba. Me di cuenta
cuando una leve brisa movió mi ya de por sí alborotado pelo y se
posó, como otra puñalada más de aquel curioso escenario de un
drama, en mis mejillas. Sí, aquel emponzoñado beso que me devolvió
a la realidad. A mi debilidad, a mis demonios. Supuse que era hora de
volver a mi vida o a lo que yo me había hecho creer que lo era. Me
levanté del banco de manera torpe y me dirigí calle abajo con
semblante pensativo mientras, tras de mí, tirado en aquel suelo de
aquel parque, aquel cigarrillo que se encontraba al borde de la
muerte se preguntaba si sería el único que estaría así de perdido
en alguna parte del mundo.