De todo se sale. Lo que duele se va
olvidando, lo que nos marca se vuelve huella dentro nuestra porque
así automáticamente actúa nuestro inconsciente. Pero todo pasa.
Uno no deja de crecer en ese trayecto, tampoco de aprender. Nos
proclamamos diferentes por cada paso que damos en una dirección
contraria a los demás y por ello somos únicos.
Porque al fin y al cabo esta vida que
vivimos son etapas. Etapas tan necesarias como imprevisibles que han
de tener un inicio y un fin para abrir el cerrojo a la siguiente. Y
quedarse quieto en una de ellas sería un tremendo error porque
solamente tenemos una oportunidad para experimentar esto que llaman
“vida” y si se malgasta ese tiempo en compadecerse de uno mismo y
ser infeliz, en fin, ¿qué sentido tendría seguir?
Algún día sé que me arrepentiré de
haber sido como he sido en algunos momentos. De no haber aprovechado
más mi infancia y juventud. De no haber hecho más locuras o haber
metido más veces la pata por ello. De haber llorado tanto y reído
tan poco. Y si algo tengo claro es que cuando llegue el momento de
formar una familia, lo primero que les diré a mis hijos será que no
desperdicien el tiempo en sufrir porque por el mismo precio podrían
ser felices.
¿Qué remedio tengo? Soy una pesimista
que se empeña en ser optimista. Me repito las cosas una y otra vez,
me doy ánimos a mí misma repitiéndome precisamente estas palabras
que ahora escribo. En ocasiones surten efecto y, como ahora, el tirón
dura. Otras vuelvo a mi pequeña cárcel interior a preguntarme qué
estaré haciendo mal y así sucesivamente.
Pero de todo se sale, ¿no? Al menos
eso es lo que siempre pasa.