sábado, 14 de septiembre de 2013

El final de las carreteras.

Esta entrada iba a ser bien distinta al principio. Sí, pensaba hablar de algo tan increíble como la belleza de las mujeres pero al final entendí que no era el momento. No ahora, desde luego. En su lugar, un pensamiento, una idea que se remonta en mi vida y en mi historia desde el comienzo. Un deseo que, si bien parece serio o triste que alguien lo piense -y más con tanta determinación como yo- es inevitable al fin y al cabo. La muerte. El cambio es abismal como decía.

Cuando uno vive la vida de manera tan intensa como a veces pienso que la he vivido yo, el desgaste a todos los niveles es tal que es como si hubieras vivido el doble de lo que en realidad has vivido. Y te planteas hasta dónde estarás dispuesto a llegar, o hasta dónde -mejor dicho- te dejará la vida llegar a ese ritmo que te has marcado. El final todos lo sabemos y está claro pero, ¿y lo demás?

Nunca he visto la muerte como algo triste, o algo a lo que debiera temer. Al menos no la mía. La he imaginado, planeado, buscado, escrito, cantado, y recreado tantas veces en mi mente que se ha convertido en parte de mi planteamiento de rutina cotidiana. Y muchas veces, tantas como pensar en la muerte, enlazo esa reflexión con la suposición de si realmente estaré de más en este mundo. Como un fallecimiento pospuesto, como alguien que se salva a diario de perecer sin necesidad de estar expuesto a un peligro.

En mi escritorio se amontonan en diversos lugares textos de toda clase, formato y expresión. Diciendo adiós, legando mis pocas cosas materiales a aquellas personas que, en ese momento, yo considerara imprescindibles, buscando culpables, justificando mis deseos de desaparecer. En fin. Textos que se han ido sucediendo, han ido madurando con los años pero que en definitiva vienen a decir en voz alta aquello que, no puedo negar, me ha atraído siempre de la vida. La muerte.

No temo ni mi corazón siente pena, aflicción, dolor o remordimientos acerca de lo que me dejaría aquí. Todo ciclo acaba y todos hemos de despedirnos alguna vez en nuestra existencia. A eso le llaman “ley de vida”. A mí me transmite más la sensación de decidir algo grande por una vez, ser libre, descansar en una soledad eterna de aquello que tan intensamente aquí he podido vivir. Y sí, pagaría el precio de ser recordada por cobardía, pues es cierto aquello de que aquellos que quieran verte con el prisma de la negatividad no dudarán en buscar y en encontrar excusas para que así sea, mientras que los que deseen recordarte como realmente eras, sin velos ni juicios sesgados que lo empañen, se ceñirán a todo lo que dejaste en vida para no pasar a la historia en la muerte, sin pena ni gloria.

Sé que no sería alguien cobarde si me fuera porque nadie, y eso es algo que he aprendido en esta corta vida que llevo aquí, es digno ni quién para juzgar el por qué de tus decisiones, sean las que sean. Yo me veo como alguien demasiado fuerte, débil, valiente y desprotegida a partes iguales y eso es lo que soy y seré. No hay más.

En fin, para quienes me conozcan esto no saldrá de lo habitual en mis conversaciones. En ocasiones mis pensamientos son tan intensos que consiguen traspasar la barrera que los separan del mundo exterior. Sus manifestaciones, en cambio, son diversas. Cicatrices, lágrimas, pedir un abrazo, abrazar un peluche, etc. Demasiadas. Y eso sí duele. Morir no, pero tener los suficientes motivos para hacerlo, eso sí.

No sé realmente cuál será mi fin, pero sé que tendré el mío. Unos sueñan con cuentos de hadas, el mío pretendo que sea diferente por una vez.