Esta entrada iba a ser bien distinta al
principio. Sí, pensaba hablar de algo tan increíble como la belleza
de las mujeres pero al final entendí que no era el momento. No
ahora, desde luego. En su lugar, un pensamiento, una idea que se
remonta en mi vida y en mi historia desde el comienzo. Un deseo que,
si bien parece serio o triste que alguien lo piense -y más con tanta
determinación como yo- es inevitable al fin y al cabo. La muerte. El
cambio es abismal como decía.
Cuando uno vive la vida de manera tan
intensa como a veces pienso que la he vivido yo, el desgaste a todos
los niveles es tal que es como si hubieras vivido el doble de lo que
en realidad has vivido. Y te planteas hasta dónde estarás dispuesto
a llegar, o hasta dónde -mejor dicho- te dejará la vida llegar a
ese ritmo que te has marcado. El final todos lo sabemos y está claro
pero, ¿y lo demás?
Nunca he visto la muerte como algo
triste, o algo a lo que debiera temer. Al menos no la mía. La he
imaginado, planeado, buscado, escrito, cantado, y recreado tantas
veces en mi mente que se ha convertido en parte de mi planteamiento
de rutina cotidiana. Y muchas veces, tantas como pensar en la muerte,
enlazo esa reflexión con la suposición de si realmente estaré de
más en este mundo. Como un fallecimiento pospuesto, como alguien que
se salva a diario de perecer sin necesidad de estar expuesto a un
peligro.
En mi escritorio se amontonan en
diversos lugares textos de toda clase, formato y expresión. Diciendo
adiós, legando mis pocas cosas materiales a aquellas personas que,
en ese momento, yo considerara imprescindibles, buscando culpables,
justificando mis deseos de desaparecer. En fin. Textos que se han ido
sucediendo, han ido madurando con los años pero que en definitiva
vienen a decir en voz alta aquello que, no puedo negar, me ha atraído
siempre de la vida. La muerte.
No temo ni mi corazón siente pena,
aflicción, dolor o remordimientos acerca de lo que me dejaría aquí.
Todo ciclo acaba y todos hemos de despedirnos alguna vez en nuestra
existencia. A eso le llaman “ley de vida”. A mí me transmite más
la sensación de decidir algo grande por una vez, ser libre,
descansar en una soledad eterna de aquello que tan intensamente aquí
he podido vivir. Y sí, pagaría el precio de ser recordada por
cobardía, pues es cierto aquello de que aquellos que quieran verte
con el prisma de la negatividad no dudarán en buscar y en encontrar
excusas para que así sea, mientras que los que deseen recordarte
como realmente eras, sin velos ni juicios sesgados que lo empañen,
se ceñirán a todo lo que dejaste en vida para no pasar a la
historia en la muerte, sin pena ni gloria.
Sé que no sería alguien cobarde si me
fuera porque nadie, y eso es algo que he aprendido en esta corta vida
que llevo aquí, es digno ni quién para juzgar el por qué de tus
decisiones, sean las que sean. Yo me veo como alguien demasiado
fuerte, débil, valiente y desprotegida a partes iguales y eso es lo
que soy y seré. No hay más.
En fin, para quienes me conozcan esto
no saldrá de lo habitual en mis conversaciones. En ocasiones mis
pensamientos son tan intensos que consiguen traspasar la barrera que
los separan del mundo exterior. Sus manifestaciones, en cambio, son
diversas. Cicatrices, lágrimas, pedir un abrazo, abrazar un peluche,
etc. Demasiadas. Y eso sí duele. Morir no, pero tener los
suficientes motivos para hacerlo, eso sí.
No sé realmente cuál será mi fin,
pero sé que tendré el mío. Unos sueñan con cuentos de hadas, el
mío pretendo que sea diferente por una vez.