lunes, 1 de diciembre de 2014

Esencia III - La chica del autobús (sin modificar)


Ella estaba en el autobús, delante mía. Escribía en un pequeño cuaderno, a primera vista bastante antiguo, un par de notas bien reflexionadas mientras, de hito en hito, observaba ausente por la ventana. Iba sentada con las piernas recogidas en el asiento, como un pequeño aprendiz de indio, con el pelo mal sostenido por una coleta, sinuoso y brillante, del mismo color que el sol de media tarde. Al escribir, sacaba la lengua de forma involuntaria, como si le costara sacar algo en claro de entre todos sus pensamientos, se rascaba la cabeza con el bolígrafo, y volvía a sumergirse de nuevo en su escritura. No sé si en algún momento del trayecto mis ojos se desviaron hacia otra cosa que no fuera ella. La miraba detenidamente, y por el hormigueo en mi cara, sentía que estaba sonriendo.

A veces se revolvía en el asiento, incómoda y nerviosa, a la espera de que llegase su parada. Yo, con los brazos cruzados sobre el pecho, distante y distraída de todo lo demás, escuchaba música en mi reproductor pero apenas recuerdo ninguna de las canciones que oí en el período en el que ella estuvo delante mía. De hecho, cuando el autocar paró en la parada en la que ella se subió, desde aquel primer instante, supe la magnitud de su rareza pero, al mismo tiempo, de lo especial que era. Iba vestida de forma casual y desordenada, aunque tirando más hacia el estilo al que llaman “pijo”. Una mochila de piel de carnero joven por la claridad del tono, pero también bastante ajada y sin brillo, unos mocasines marrones llenos de barro por los bordes y un poco grandes para ella. Parecía un recuerdo de tiempos pasados, una imagen de una fotografía en blanco y negro.

La oía respirar solamente cuando hacía el esfuerzo de percatarme de ello, puesto que apenas daba señales de vida más allá que del suave deslizamiento del bolígrafo por el papel en blanco. No pude leer lo que estaba escribiendo pues su letra era casi ilegible, pequeña y aturrullada. Volví a sonreír sin querer. ¡Qué chica! Si no fuera por la gracilidad de su persona en cada movimiento, la habría tachado de grosera y maleducada, por la postura que había adoptado, o por la indiferencia hacia el conductor que mostró tanto al subir, como al bajar.

Su cara era inocente, de tez blanca y tersa, sin ningún tipo de maquillaje o arreglo superficial. Los labios un poco despellejados y rosados, con alguna que otra herida de haberse mordido. Tenía las uñas comidas y las manos temblando a causa del frío. Sus ojos, azules grisáceos...Nunca he visto unos iguales, y no podría decir ni que eran bellos, pero tampoco indiferentes para mí. Tenían fuerza, experiencia. Leí en ellos el dolor, la soledad, pero también esperanza e ilusión. En resumen, magia.

Yo sabía que no volvería a verla porque cosas como esta pasan pocas veces en la vida. Después de desaparecer entre el gentío una vez en la estación, supe definitivamente que aquella era la primera, y la última vez, que podría verla e, instintivamente, corrí tras ella, sin saber muy bien qué estaba haciendo ni por qué, qué le diría cuando lograse alcanzarla. Paré un instante para recobrar aliento mientras que, con la mirada, oteaba a todo el mundo en busca de aquel cabello suave, de aquella forma de vestir tan peculiar, sin resultado alguno. ¿Qué sentí? Todo lo contrario a lo que pensarán ustedes. Sentí felicidad porque, a pesar de haberla perdido tan fácil y tan misteriosamente a la vez como apareció en mi vida, el simple hecho de haberme cruzado con ese ángel fue la prueba viviente de que los milagros existen. Ese día no dejé de sonreír, ¿acaso tenía motivos para hacerlo?

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